REPORTAJE: El despegue del rascacielos

40 meses y 400 millones más tarde

Los primeros trabajadores de Torre Espacio se mudan antes de Navidad

El País, PILAR ÁLVAREZ, 04-12-2007

Una rejilla metálica cubre la azotea sobre una alfombra verde de césped artificial y una pileta vacía. A 236 metros de altura, la estación de Chamartín parece una maqueta móvil. Los edificios, los automóviles que maniobran en la carretera de Colmenar Viejo como cochecitos de juguete… Todo se ve minúsculo desde la última planta de Torre Espacio, uno de los cuatro rascacielos de la antigua ciudad deportiva del Real Madrid. En un mes llegan los primeros 800 empleados de los 3.000 que trabajarán en la torre, diseñada por el estudio de arquitectos Pei Cobb Fred and Partners, responsables de la pirámide y la ampliación del Louvre. Todo son prisas para rematar.

500 obreros de varias nacionalidades limpian paredes, refuerzan apliques… Ayer por la tarde era un ir y venir por los ascensores de paredes forradas con madera provisional y repletas de refranes a boli. Torrespacio, propiedad del Grupo Villar Mir, será el primer edificio que trasformará el skyline de Madrid en abrir sus puertas. Cuarenta meses y 400 millones después de la primera piedra.

En la última planta, junto a las gigantescas torres de refrigeración, Eduardo Corral, director de explotación de Torre Espacio, quien dirige la visita para EL PAÍS, explica el complejo sistema de climatización del rascacielos: el techo enfría el aire, y la fachada de cristal con doble pared también contribuye a conservar la temperatura. Seis escaladores necesitan una semana sólo para limpiar los cristales de una cara de la torre, en la que no está permitido ni el tabaco ni el vértigo.

“Es un edificio libre de humo, el que quiera fumar tendrá que salir”. Corral sortea los cables y las cuerdas en su papel de anfitrión, como si el edificio fuera realmente su casa. ¿Y el vértigo? “Te acostumbras, yo tenía cuando llegué y ya se me ha quitado”. Ni una palabra de los inquilinos. “Son las empresas las que deben anunciar que están aquí si lo creen oportuno”, zanja. Sólo confirma que el primer tercio del inmueble lo ocuparán los empleados de la inmobiliaria Espacio, del Grupo Villar Mir. El 80% del edificio, con 60.000 metros cuadrados disponibles, ya está alquilado a bancos, empresas de distribución, inmobiliarias y consultorías. El metro cuadrado oscila entre 36 y 42 euros. Como mínimo, hay que quedarse con media planta, de 500 metros cuadrados en adelante. La embajada británica ocupará cuatro. Corral pone cara de póquer cuando se le pregunta por esos vecinos.

Lo que sí es seguro es que nadie ocupará el nivel 13. En Torre Espacio no existe. Han respetado la superstición de los grandes rascacielos. Así que ese número no aparecerá en los botones de ninguno de los 27 ascensores. Muchos estaban ayer cerrados. Para subir o bajar había que llamar a los operarios que ejercen de ascensoristas. Como Manuel, un ecuatoriano responsable del montacargas con banda sonora: un pequeño loro que ha instalado en una diminuta estantería. Aquí, se oye música latina; en cualquier otro rincón, gana el flamenco.

Cuando Manuel y el resto de obreros se marchen, los ascensores funcionarán con un sistema que lee la tarjeta de acceso de cada trabajador o visitante y le lleva justo a donde quiere ir o puede ir. Cosas de la seguridad.

El elevador para en la 33, reservada al principal restaurante de los tres previstos. La sala aún está diáfana. Tiene doble planta y vistas panorámicas. Sólo para empleados y clientes.

En la planta 18 el sol del atardecer se estrella contra la pared revestida de granito de otro restaurante, que será más informal. Unos focos iluminan también la colocación, frenética, del pavimento, mármol bicolor. Completa la escena, de cierto surrealismo, la melodía de The wall, de Pink Floyd. Donde ahora hay agujeros habrá jardineras y alrededor de un gran pilar, una barra en forma de lágrima que servirá platos fríos mientras los ejecutivos revisan su correo con conexión inalámbrica (wifi). “Aquí se van a hacer muchos negocios”, dice el anfitrión. De nuevo un ascensor con polvo, trabajadores, ajetreo. La última parada es en la planta octava. Los baños, de piedra y madera marrón, están pendientes del remate final. De ese último repaso en el que una bayeta ágil retirará la pintada del espejo, donde alguien ha escrito, en vertical: orgura y artura. Un plástico cubre las mesas blancas. Un vigilante comprueba que los despachos, fantasmales tras los tabiques de cristal, están cerrados. No hay interruptores en la pared. Antes de un mes, la luz, el aire, las persianas, todo, responderá a un mando a distancia.

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