Sala de Pediatría

El País, MARITZA GARCÍA, 13-11-2007

En la pared está un mapa con los países del mundo, fotografías de niños y algunos consejos para atender la gripe infantil. Es el Centro de Atención Primaria de Drassanes, uno de los centros de mayor multiculturalidad en Barcelona.

Mientras se espera el turno, los pequeños se miran unos a otros e intercambian risas curiosas animándose a gatear o dar incipientes pasos para tocar al niño de al lado, ya sea marroquí, rumano, filipino, latinoamericano, español, paquistaní o alemán. Las madres, en cambio, miran el reloj mientras remueven los mocos que escurren por las narices de sus hijos. Los pequeños hacen contacto, se quitan el biberón o se ofrecen un juguete, entonces las madres interactúan: ¿Qué edad tiene? Ocho meses. ¿Y el de usted? Un año. ¿Y qué le da de comer? Vienen los consejos de una y de otra, las papillas que les dan a los niños en Marruecos, en Nepal o en Ecuador y comparten las dudas que no se atreven a preguntar al doctor. Cuando se ha roto el hielo y aún hay retraso, habrá tiempo para conocer un poco de aquellas madres multicolores. “¿De qué país eres?”, pregunta alguna. “De Guinea Ecuatorial”. “¿Y dónde aprendiste a hablar tan bien español?”. “Es mi lengua materna. Éramos colonia de España hasta 1968”, responde la mujer africana.

La puerta se abre y se cierra, las enfermeras entran y salen. Las madres vuelven a mirar el reloj, limpian la baba del bebé y se atreven a hacer otra pregunta: ¿Qué idioma hablan en Bangladesh? La madre quiere contestar en su atropellado castellano, pero Yusef, su hijo de ocho años, toma la palabra y explica cómo es su país, habla de los jardines donde juega y da la queja de sus hermanitos: “Son muy traviesos, ya no los aguanto, me sacan todos mis juguetes y me cambian el canal de la televisión”. Yusef, quien habla catalán, castellano y bangla, se sube entusiasmado a la silla y estira la mano para enseñarnos dónde nació. Apunta Bangladesh y luego busca en el mapa el país donde vive ahora. “¡No está!”, dice Yusef. “¡Si que está, busca bien!”, le pide la madre. Yusef no lo encuentra porque busca Cataluña.

La mujer de Guinea Ecuatorial descubre el suyo también, en el mismo mapa que entretiene tanto a los pacientes. Ahí está, apretujado entre Camerún, Gabón y Congo. No muy lejos del Chad. “¿Vio las noticias del Chad?”, pregunta alguien. Ella responde con un fuerte suspiro: “¡Lo han descubierto tarde!”. La mujer relata que muchas asociaciones ilegales de Europa se llevan a centenares de niños africanos, “lo hacen con engaños, dicen que les darán educación y comida y que después los regresarán, pero los padres nunca los vuelven a ver”. Ella, que emigró por la misma pobreza que asola a su continente, cuenta que en países como Etiopía a veces las madres los regalan para salvarles la vida, pero en muchos otros, explica, existe el secuestro, como lo ocurrido en el Chad. “Tenemos miedo y rabia porque ninguna madre desea que le arrebaten a sus hijos aunque seamos muy pobres”. La indignación brota en la sala con comentarios más sensatos que los escuchados en los medios de comunicación, preocupados sólo por el rescate de compatriotas y las relaciones diplomáticas. “¿Y los niños, quién se ocupa de los niños?”, sueltan al aire.

“¿Llegaste en patera?”, siguen preguntando. “¡Qué va!, mi novio sí, porque él es de Costa de Marfil, pero yo no. A nosotros nos educaron los españoles y somos testarudos igual que ellos. Nadie nos convence de venir así arriesgando la vida”, apunta. “¿Qué tienen que ver los españoles?”, preguntan. “Porque también van españoles a África a convencer a la gente para que se suba a las pateras diciendo que acá nos tienen ya trabajo y lugar donde hospedarnos, igual como sucede con los niños”.

El consultorio se abre. La conversación se interrumpe: “¡Niño Marcel, pase por favor!”.

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