Inmigrantes atrapados en Marruecos

Tras la crisis de las vallas de Ceuta y Melilla, la seguridad fronteriza ha aumentado y el reino alauí se ha convertido en un callejón sin salida para miles de personas

Diario Sur, TEXTO Y FOTOS: LUIS DE VEGA / RABAT / CASTILLEJOS, 07-10-2007

«REZA por mí, por favor. Me voy a Ceuta». Abubakar Dumbía, maliense de 33 años, no soporta más vivir escondido como un animal en un bosque de los alrededores del perímetro fronterizo de la Ciudad autónoma. Algunas noches se acerca a la verja iluminada soñando con saltarla como ocurría con frecuencia hasta hace dos años, pero la seguridad y la altura de la verja han aumentado desde la sangrienta crisis de las vallas de Ceuta y Melilla de hace dos años. «Ya mucho antes de llegar, los perros nos intimidan ladrando. Es imposible», explica.

Por eso, gracias a un contacto marroquí y al pago de 300 dirhams (unos 28 euros) se ha agenciado un chaleco salvavidas y un par de aletas de segunda mano – no llegó a reunir los 800 dirhams que le pedían por el traje de neopreno – con los que intentará entrar en España a nado. «Sé nadar y algunos lo han logrado», comenta. Se refiere al grupo de cuatro subsaharianos que fue rescatado por la Guardia Civil en aguas de Ceuta la semana pasada.

Ilusiones

Dumbía, conocido como Gabonés por el tiempo que pasó trabajando en ese país, viste la misma sudadera que cuando este corresponsal lo fotografió por vez primera hace un año. Escuchándolo uno tiene la impresión de que habla de un viaje largo, cuando en realidad las luces de Ceuta se perciben entre la vegetación. Es ese mismo reflejo el que le ha acompañado cada noche desde que llegó al monte de Beliones en el verano de 2005. Unos días después, el 29 de septiembre, participó junto a medio millar de subsaharianos en el que hasta ahora ha sido el mayor asalto a la verja que separa Marruecos de España.

Aunque Gabonés no estaba entre los más de 200 inmigrantes que, a la carrera, lograron quedarse en Ceuta, otros corrieron mucha peor suerte. Cinco de ellos murieron en el intento a causa de disparos que aún hoy nadie ha aclarado de qué lado salieron. Los cuerpos de algunos quedaron colgados de las alambradas, como chorizos en sarta, mientras se desangraban.

Desangrados

El campamento de Beliones, que llegó a tener calles, pequeños colmados y más de mil habitantes a las mismas puertas de Ceuta, fue desmantelado mientras Rabat ponía fin, y de una manera más que expeditiva, a los intentos masivos de asaltar las vallas. Centenares de subsaharianos fueron detenidos en redadas no sólo en los bosques, sino en ciudades como Tánger, Rabat y Casablanca para ser literalmente abandonados en el desierto.

Aquellos sucesos, aceptados como solución al problema por el Gobierno español, fueron el punto de partida de la nueva política en materia migratoria. Se desplegó al Ejército en las ciudades autónomas durante semanas, se elevaron las vallas a seis metros, se planeó la denominada sirga tridimensional en el pasillo de la verja de Melilla y Marruecos levantó puestos militares fijos con una presencia más nutrida de efectivos.

Pero fue echar el candado a Marruecos y abrirse la vía de los cayucos. Frente a un incesante movimiento en el mar, desde 2005 sólo unos cuantos emigrantes han logrado superar los reforzados obstáculos de Ceuta y Melilla y ya no hay grandes concentraciones de subsaharianos en los bosques.

Más allá de idas y venidas por la frontera argelina, en un movimiento que llegó a ser bautizado como «jugar al pin – pon», Marruecos está dejando de ser un país de paso para convertirse en un país en el que miles de emigrantes ‘sin papeles’ se ven obligados a quedarse por periodos más prolongados.

No hay estadísticas oficiales de cuántos subsaharianos esperan de manera clandestina dar el salto de una u otra manera a Europa. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) tenía registrados en Marruecos antes de este verano a 638 refugiados y 1.060 demandantes de asilo, aunque las autoridades de Rabat no reconocen sus derechos y con frecuencia son tratados como clandestinos y expulsados del país.

Entre esos derechos debería estar el de trabajar, que es lo que acaban haciendo muchos al amparo de la descomunal economía sumergida.

«En Marruecos hay ya gente de sobra. Temo que esto se convierta en un problema grave de racismo por la competencia que supone al mercado», apunta Lucille Daumas, de la organización Attac Maroc.

El marfileño Sedou Fofana tenía apenas quince años cuando coincidió con este corresponsal durante la crisis de las vallas en el bosque de Beliones. Llegó a Marruecos a través de Argelia en diciembre de 2004 y ahora se gana la vida, al igual que muchos otros, empleado por marroquíes que buscan mano de obra barata. Lo último que Fofana ha hecho ha sido cargar y descargar verduras. Por esta actividad, de tres a siete de la mañana, le pagan 15 dirhams (1,3 euros) y el derecho a recoger el género dañado o lo que se cae al suelo.

Una ruleta rusa

Los gambianos Sambo y Aliu tienen más suerte. Llevan dos meses cobrando 80 dirhams (7,3 euros) por sacar tierra para hacer cemento de siete de la mañana a tres de la tarde. En los alrededores del mercado y en algunas esquinas del centro de la capital se puede encontrar a emigrantes mendigando. Algunas mujeres acaban prostituyéndose, aunque suelen negarlo.

Estos son los que mantienen en vida la esperanza de salir de Marruecos. Otros mueren durante la espera, como los 26 clandestinos acumulados en la morgue de un hospital de Casablanca, fallecidos por enfermedades entre 2004 y 2005, y que hace unos días fueron enterrados por la Asociación de Víctimas de la Emigración Clandestina.

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