¡Qué pécoras, por Dios!

La Prensa Gráfica, Francisco Andrés Escobar/Columnista de LA PRENSA GRÁFICA, 06-10-2007

 

Cuando me fui a Estados Unidos, empezaban los setenta: otra época. Todo era más fácil. Con decirle que bastó una carta de invitación, para que me dieran la visa. Marina no se qué era el nombre supuesto de la amiga ficticia que me invitaba a pasar vacaciones. Me dieron visa para tres meses.

Me fui a Dórchester, cerca de Boston. Una prima vivía allá. Compartía el apartamento con una molleta. Una negrona, pues. En un cuarto vivía mi prima; en otro, la molleta; en otro, sus dos hermanos. Yo me quedé en la sala, para mientras hallaba algo potable. (Lo encontré donde un chino que alquilaba cuartos, esquinas de cuartos y sofás a inmigrantes clandestinos.)

La molleta, Glynys se llamaba, se ganaba la vida casándose con quien estuviera dispuesto a correr con los gastos de matrimonio y divorcio. Porque a ella le gustaba casamentearse con todas las de rigor: ceremonia, fiesta, queique y luna de miel. La verdad es que, en lo de la luna, la cosa no era tan así. A ella le complacía que la llevaran a un balneario: a Miami, por ejemplo, y que la alojaran en un buen hotel, en un cuarto solo para ella. De lo otro: ¡nada! No permitía que la descorcharan. Y, además, pocos querían reventar aquella inmensidad. Pesaba doscientas y más libras y, salvo en el mar, no le gustaba el baño. Decía que prefería conservarse como los calamares: ¡en su tinta! Cuando alguna vez se duchaba en su apartamento, ¡era notición en el edificio!

A los días de haber llegado, mi prima me consiguió trabajo en una empacadora de pollos. Luego, la Glynys propuso que, si yo quería sacar la residencia, ella se casaba conmigo a condición de que asumiera los costos y no reclamara lo otro. No quise. Ni quedarme, ni casarme, ni lo otro.

Trabajé dos meses y medio en la pollería. Mi prima me consiguió un social security y, con nombre falso, me metí a faenar. Aquello me sirvió. Hice unos centavos y, sobre todo, conocí la calidad de vida de muchos inmigrantes hispanos. Quizás menos expoliados que hoy, pero expoliados; quizás menos perseguidos que hoy, pero perseguidos; quizás menos discriminados que hoy, pero discriminados, los hispanos vivían, mordiéndose entre ellos, en esos guetos entre cuyas fronteras tienen la ilusión de vivir casi en sus países. A partir de todo aquello, escribí un ensayo. Con él tuve acceso a varios congresos internacionales, en boga entonces. (Cada época ha tenido su mara congresera: esa que va de país en país, picando eventos: ¡¡Dicen que en lo de Ecuador van a estar: Kruse, Gallardo Clark, y Luis Frum!! Y uno se hacía hocicos mentando aquellos nombres estelares.)

Y bueno. Cumplidos los tres meses, me vine. Me licencié en administración y puse este restaurante. Nos va bien: mi mujer cocina, mis hijos atienden y yo cobro. Además, asesoro empresas. He ido unas tres veces más a los Estados, pero quedarme, ¡ni en sueños! Mi país vale la pena. Es chiquito, verde, iluminado, con gente sencilla, servicial y alegre. La ruindad la hacen algunos hombres y mujeres de las élites dirigentes. ¡Qué pécoras, por Dios!

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