Inmigración y voto

Deia, J. Gabriel De Mariscal, 24-09-2007

Cuando una persona es huésped en casa ajena, puede esperar que la familia receptora le trate con respeto y atención y le de cobijo, como corresponde a las normas de la hospitalidad. Pero, en razón de esas mismas normas, el huésped debe respetar la casa, sus principios, sus costumbres y su organización, y ajustarse a ellos, sin pretender, y menos exigir, que el ritmo, los principios y normas del hogar receptor se acomoden a sus propias necesidades, principios, gustos y exigencias. Si la casa receptora no fuere compatible con aspectos que le son vitales, el huésped sólo tiene una salida respetable: marcharse a lugar donde encuentre esa compatibilidad.

Esto, que es elemental, es también aplicable al inmigrante, huésped de comunidad ajena por decisión propia y sin ser llamado, sean cuales sean las causas de su llegada. Las normas de la hospitalidad deben ampararle, sobre todo si las causas de su emigración son de las que se imponen a la voluntad de los individuos. Se le debe respeto y, en lo posible, ayuda. Pero de ahí a darle posibilidad de conculcar principios fundamentales de la comunidad receptora, o de decidir sobre las más leves cuestiones básicas de nuestra organización sociopolítica, hay un abismo.

Por otra parte, al igual que el huésped en general, el inmigrante es una abstracción. No existe. Existe éste o aquel inmigrante con su nombre y apellido, con sus características personales. Todos son diferentes como personas y forman parte de grupos culturales distintos. El trato no puede ser el mismo. Y precisamente en aplicación del principio de igualdad.

Hay grupos de inmigrantes, que sólo aspiran a rehacer su vida, a trabajar lo posible y a establecerse en el país receptor o regresar a su país una vez obtenida una mejora de sus medios de subsistencia. Pero los hay también, desgraciadamente no son pocos delincuentes ya en origen, miembros de mafias y bandas. Su efecto es perturbar la vida del país de acogida, asociándose en ocasiones con delincuentes interiores.

Las culturas, principios, costumbres, y religiones de cualesquiera grupos de inmigrantes entran siempre en conflicto mayor o menor con nuestra cultura, principios, costumbres y regulación jurídica fundamental. Algunos de estos conflictos, a veces de cierta importancia, son reducibles a un equilibrio razonable. Esos inmigrantes son susceptibles de integración sin renuncias imposibles a sus propias características culturales y morales.

Hay finalmente un grupo de inmigrantes, los musulmanes, que en principios que les son básicos, no pueden coincidir de ningún modo con principios fundamentales de nuestra vida cultural, social y política. Sin entrar en el problema de la agresividad de grupos fanáticos islamistas y de su esfuerzo de infiltración en nuestras comunidades para destruir, los musulmanes no pueden integrarse no hablo de asimilarse de ninguna manera en nuestros sistemas sin abandonar convicciones y hábitos para ellos irrenunciables. En alguna otra ocasión he mencionado expresamente esos puntos y todo el mundo con algún conocimiento del Islam sabe a lo que me refiero. No hago ninguna valoración negativa del musulmán ni de su religión. Lo dicho es mera constatación de la auténtica realidad.

Dado el origen extranjero de la inmigración y la diversidad de su panorama, hablar sin más de “otorgar el voto al inmigrante” es un desatino. Cuando la propuesta viene de una organización privada, como la formulada no hace mucho, según algún medio de comunicación, por SOS Racismo, es una grave irresponsabilidad, pero puede valorarse como una simple ocurrencia. El problema alcanza otro nivel de gravedad, cuando leemos en este mismo periódico (27.04.07, p. 23) que una Corporación pública democrática, el Ayuntamiento de Donostia, adopta una “declaración institucional” solicitando lo mismo. Esto es, en mi opinión, un acto de deslealtad mayúscula para con la comunidad de ciudadanos propia y con los electores de los concejales correspondientes. Respecto de los que votaron en contra, si los hubiere, se ha de destacar la falta de responsabilidad que implica guardar silencio ante tal dislate. Al menos a mí no me ha llegado ninguna declaración reprobatoria, como debería esperarse de una política sensata.

El voto es atributo exclusivo del ciudadano y ser ciudadano implica identificación en lo sustancial con la comunidad en la que se está inserto, aun cuando, como dice Rawls, “podamos poner en tela de juicio, si no hasta rechazar, mucho de ello.” Ciudadano es, pues, quien tiene arraigo y lo acredita. El mero inmigrante no lo tiene. Pedir el voto para el mero inmigrante es, por ello, un atentado a un principio sustancial de la convivencia democrática. ¿No será confundir progreso con ignorancia, irresponsabilidad y escasa sensatez?

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)