LITERATURA / Lago Garda (Italia) / Vacaciones

A orillas de la melancolía

El Mundo, Por Hanif Kureishi, 18-08-2007

El autor de ‘El buda de los suburbios’ visita los Alpes y revive el aroma de la vieja Europa Europa cambia, todo el mundo lo sabe. ¿A quién no le preocupa? Un lúgubre recordatorio nos asalta mientras resistimos la ansiedad previa al vuelo, cuando nos piden que nos quitemos los zapatos y el cinturón, cuando una mano desconocida nos tantea y cuando los niños preguntan en voz alta si el avión va a estallar. El gemelo número dos, de 13 años, que disfruta del mundo como si no hubiese nada que temer, quiere reventar un paquete de patatas.


Lograrías eludir la paranoia si te encontrases en Gardone Riviera, a una hora de Verona, contemplando el resplandeciente Lago Garda rodeado de montañas, vides, olivos y limoneros. Lo expresa Goethe en su Viaje a Italia: «Cómo me gustaría que mis amigos se encontraran a mi lado mientras disfruto de la vista que me rodea. Esta noche podría estar en Verona, pero no quería perderme la visión del lago Garda y los magníficos paisajes naturales que se extienden a sus orillas. Todo esto recompensa con creces los inconvenientes de mi desvío».


D. H. Lawrence permaneció aquí entre septiembre de 1912 y marzo de 1913, y terminó Hijos y amantes. Somerset Maugham también se hospedó aquí, al igual que Graham Greene (siempre leo una obra de Greene en vacaciones). Las calles cercanas al hotel son estrechas y encantadoras, y la comida, deliciosa, pero en cada escaparate hay una fotografía de los Beatles, a los que adoro desde que tenía la edad de mi hijo mayor. Ahora, al ver sus rostros, me entristezco y me alejo. Sus rostros me recuerdan lo perdido.


Ocurre con muchas otras cosas en este lugar. Yo no lo sabía, pero ahora lo sé: los lagos pueden conmoverte.Pueden ser tristes, incluso melancólicos, con su ligera pincelada de violencia azotadora y con ese movimiento continuo del mar. Me encanta el agua, pero sólo para disfrutar de su visión. Sencillamente, no quiero que entre en contacto con mi cuerpo. Mientras, los niños se lanzan desde un embarcadero, asustando a los pobres patos.


Construido hace 150 años, el Gran Hotel Gardone, reposado y desvaído a orillas del lago, es uno de los más extraños lugares en los que me he hospedado; su tranquilidad se ve delicadamente rota por la llegada de los jóvenes Kureishi, los gemelos y el pequeño de ojos azules y melena rubia.


Son pocos los niños hospedados aquí. «Vamos a liarla», dice el más pequeño a su llegada, mirando a su alrededor con el placer de un hooligan al entrar a un estadio de fútbol. El hotel, tal como lo describe mi mujer, no es «demasiado apto para niños». Empiezo a comprobar que, aunque los italianos babean con los niños – como los pintores renacentistas – , no piensan mucho en ellos. Esperan de ellos que estén callados y que se comporten como pequeños adultos, y no como esos pequeños anarquistas desenfrenados que habitan en Gran Bretaña.


Y eso no es todo. El personal se muestra hosco, aburrido y obsesionado con el código de vestimenta. Son jóvenes ataviados con chaquetas blancas que preferirían estar en Milán o Roma en lugar de pudrirse en la melancolía provinciana.


Yo también me pongo nervioso cuando pienso en mis hijos mayores y me pregunto si se aburrirán, mientras recuerdo las últimas vacaciones que pasé con mis padres, en 1972, huraño, encerrado en un cuarto, viendo los Juegos Olímpicos por televisión. Este último año, los gemelos han cambiado, se les quiebra la voz y les crece bigote. El gemelo número dos me ha dicho: «Papá, ya sé lo que quiero ser. Quiero ser director de cine. ¿Te parece bien?»


Cambiaron el día que entraron en secundaria, como si antes hubiesen estado apretujados en su interior, a la espera de crecer. ¿Les gustarán o les horrorizarán las flores de plástico de las mesas, las comidas de cuatro platos con avestruz demasiado hecha y ternera estofada?


Convenzo al gemelo número uno para que me acompañe a Il Vittoriale, la casa de D’Annunzio, que se encuentra a 10 minutos colina arriba. Es un lugar sombrío, de habitaciones pequeñas repletas de baratijas y cacharros que un niño destrozaría. Las gafas de D’Annunzio se encuentran sobre su escritorio, como si acabase de dejar la habitación. La visita guiada es en italiano. Es fabuloso ver la cara manchada de chocolate de mi hijo a mi lado. Mientras el guía realiza su papel con monotonía, él me habla de los méritos relativos de Sky Digital y Sky Plus, junto con las virtudes de la televisión de alta definición. En la calle, los vendedores ofrecen paños de cocina con el autógrafo de Mussolini. Salò, el último reducto de la Italia fascista, está en la zona.


El gemelo número uno ha comparado el hotel con un hospital con piscina. Aquí no hay cubos y palas, ni bestias tatuadas ni esperpentos repletos de bisutería barata. Es un lugar provinciano y, por tanto, posee su encanto. Por la noche, se convierte en un verdadero placer. Toda una planta del hotel carece de luz; las puertas crujen, las sombras titilan, las voces parecen incorpóreas. En el bar, las parejas de abuelos bailan al son de un cantante vestido de blanco que entona Strangers in the night a la vez que aporrea el teclado, mientras varias rollizas lolitas se deleitan, chupa – chups en boca.


Los chicos cogen caramelos del vestíbulo mientras los camareros los persiguen por interminables pasillos. Un amigo que viene de Milán habla de los peligros de nadar en los lagos: te puede succionar un torbellino subterráneo. Por la noche estalla una tormenta colosal, y los chicos dan por sentado que alguien está bombardeando el hotel. En este momento de terror y recelo, todos estamos asustados. Y con razón.


Son numerosas las referencias a una cultura literaria irrelevante en esta parte de Italia, pero la ubicación del hotel me recuerda mucho a El resplandor, de Kubrick, una película donde un escritor se lleva a la familia a un hotel cerrado en invierno. Aquí también está todo desportillado, a punto de caer a pedacitos. Un americano con el que hablo opina que se podría montar un buen casino. Pero el lugar es más bien un símbolo, la representación de la vieja Europa que no tardará en morir.


«¿Dónde está todo el mundo?», pregunta el gemelo número dos, mirando a su alrededor. Sé a lo que se refiere. «¿Somos los únicos paquistaníes?». En la parte de Londres donde vivimos, los camareros proceden de todos los rincones del mundo. Aquí no se encuentran asiáticos ni negros. Cuando uno sale de Londres, se olvida de lo monocultural que resulta todavía Europa.


Después viene un periodista de visita. Me pregunta por mi relación con el islam y con Pakistán; me pregunta por el futuro de mis hijos, mezcla racial en una sociedad cada vez más dividida. Me cuenta que Italia está experimentando nuevas oleadas de inmigración musulmana, «como en Gran Bretaña en los años 60 y 70». ¿Qué hacer? ¿Cómo arreglárselas? Yo no tengo respuesta a sus preguntas, sólo tengo ojos para el lago y el viejo hotel, que se asemeja a un terrón de azúcar que se disuelve lentamente, un recuerdo constante de que la civilización occidental está en crisis. De hecho, tal como explico al periodista, considero que está condenada, que en su superficie se está abriendo una enorme grieta, como la pelota de ping – pong que mi hijo pequeño y yo utilizamos para jugar a tenis de mesa.


Entretanto, escucho las voces de los niños desde el jacuzzi, donde se les han unido tres niñas. «A mí me gusta mucho D&G, tengo un cinturón de esa marca y una camiseta». «Pues yo prefiero Armani, me encantan sus gafas de sol». «Ahora sólo llevan Burberry los matones».


Más tarde me acerco a la piscina y me quedo de piedra. Al mirar, veo a un niño de piel morena flotando boca arriba en el agua. Lo asombroso es que tiene mi cara, la cara de un adolescente que no se cansaba de mirarse al espejo en los años 70. Es como si alguien se hubiese puesto una máscara mía.

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