ARTÍCULOS

La santa alianza

La Verdad, JESÚS GALINDO, 27-07-2007

Leo dos noticias datadas en Emiratos Árabes Unidos que vienen juntas en el periódico. La primera: cientos de miles de trabajadores asiáticos, llegados para construir los espectaculares complejos turísticos de lujo que allí proliferan – ¿alguien no ha visto la foto de Jumeirah Palm, la increíble isla artificial erigida frente a Dubai? – , a los que se les retiene el pasaporte mientras trabajan de sol a sol por menos de 300 dólares al mes, son expulsados del país en cuanto caduca su visado, embarcándolos en vuelos a diversas ciudades africanas. Muchos de ellos acaba en Guinea Conakry, donde avispados traficantes los embarcan hacia Europa, por 2.000 euros, en barcos basura que, con frecuencia, son interceptados, a la deriva, cerca de Canarias. La otra relata la tragedia de los «niños jinete»: captados en países muy pobres – Mauritania, Bangladesh, Pakistán, Sudán – por tipos que aseguran a sus padres que serán escolarizados y alimentados adecuadamente, acaban atados con correas a sillas de montar sitas sobre camellos que compiten en carreras que son muy populares en esos emiratos. Se prefiere a niños de entre 10 y 12 años; lógico, pesan muy poco y el animal corre más que si lo montara un jockey adulto. Por supuesto, ni los alimentan bien – ¿y si engordan? – ni ven una escuela de cerca y, debido a los frecuentes accidentes, muchos de ellos mueren o quedan inválidos. Pero como la cantera de la miseria es inagotable, el repuesto está asegurado.

Para saber que la búsqueda de dinero y poder, mediante la explotación y humillación del débil, es lo que mueve al mundo, no hace falta leer noticias como estas. Pero que aparezcan negro sobre blanco permite comprobar lo acertado de un eslogan, «la avaricia me vicia», que tan cutre parece la primera vez que se lee en una valla publicitaria. Se dirá que cosas tan extremas no ocurren en nuestra democrática zona del mundo, pero ¿hay tanta diferencia? Aquí, la explotación y humillación del débil se hace más sofisticadamente, con la colaboración de la publicidad y la televisión basura; de esa manera, el repartidor de pizzas o el becario, que no llegan ni siquiera a mileuristas, y que no tendrán un piso propio, a pesar de sus muchas horas de curro, salvo que les toque la loto o se hipotequen hasta la siguiente generación, vivirán felices sin comerse demasiado el coco pensando que los ejecutivos de su empresa pertenecen al mucho más restringido campo de los milloneuristas, esos que se llevan más de un kilo anual.

Y los guardianes de la moral, los Rouco, los Cañizares, los Martínez Camino ¿qué dicen sobre esto? La verdad es que no mucho. Es lógico; están volcados en otra batalla más importante: reconquistar las posiciones de poder que sus blandos predecesores – ¿cuanto daño hizo el nefasto Tarancón siguiendo las directrices del Vaticano II, gracias a Dios ya neutralizado! – regalaron a los enemigos de la España eterna. Además, está el acicate de la pujanza de sus colegas islámicos, que sí han defendido con intransigencia la centralidad de la religión en sus sociedades, incluso imponiendo la sharia. Como dice Juan Goytisolo: «La Iglesia de Roma secretamente admira y envidia (al islam). ¿Cómo se las arregla para mantener la fe de sus fieles y para congregarlos en sus templos en tanto que los suyos cierran por falta de público y las ovejas de su antiguo rebaño se entregan al hedonismo más descarado? El culpable es el laicismo, ese laicismo que permite vivir a cada cual conforme a su conciencia». Y en esa lucha necesitan a los poderosos. ¿Sería, pues, lógico enfrentarse a ellos? Todo lo contrario; hay que restablecer la santa alianza, la del altar, no ya con el trono sino con el poder. Rouco lo sabe desde hace mucho: su celebración de aquella fastuosa boda que tuvo lugar en el Escorial hace cinco años mostró cual era su apuesta. Y viceversa.

El escritor Martín Garzo ha dicho: «Queridos obispos, os recordamos rigiendo la vida de este país. Diciéndonos cómo debíamos comportarnos, las películas y libros que podíamos ver y leer, hasta dónde podían llegar nuestras caricias. Creo que va siendo hora de que os calléis». O, añado yo, con humildad, de que habléis de otras cosas. Por ejemplo, de lo que vuestro fundador predicó, razón por la cual fue crucificado.

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