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La odisea de los cayucos

La Verdad, PATRICIO PEÑALVER, 01-06-2007

Aquel ciudadano por fin estaba cumpliendo uno de sus últimos sueños, ahora al alcance de cualquier mileurista, y ya estaba embarcado en el crucero de lujo que le pasearía durante ocho días llevándolo por los puertos mediterráneos de Roma, Nápoles, hasta Túnez, la mar de contento.

Aquella jornada la estaba pasando la mar de bien, en un mar en calma, después de tomar el sol y bañarse en la piscina durante toda la tarde había cenado hasta ponerse las botas en el buffet libre, y otra noche más, y sin embargo la última del viaje, se disponía a bajar a la discoteca con la intención de ligarse definitivamente a la chica que le llevaba a mal traer durante toda la travesía. La escena se estaba repitiendo una y otra vez, copa tras copa, noche tras noche, y aquella definitivamente tampoco iba a ser su gran noche. La chica no se rendía y continuaba con sus charlas raras, en aquel momento, con más aplomo sin cabe, enhebrando el hilo de la conversación sobre la globalización de la noche anterior

Y ahora le decía: En la era de la globalización pongamos que neo – postmoderna, que nos ha tocado vivir, una de las características que la distingue a la de otros tiempos ya finiquitados, a mí parecer, es la de que mientras que las mercancías y los capitales pueden viajar libremente a la velocidad de vértigo por un mundo sin fronteras, contradictoriamente a los ciudadanos y a la mano de obra, se les ralentiza la velocidad confundiéndola con el tocino, al tanto que se les trata de seguir poniendo trabas, vallas, y nuevos muros, y se les sigue pidiendo visados y pasaportes.

La chica proseguía con más arrogancia con su cháchara mientras el ciudadano que tan sólo pensaba en divertirse y ligar, ahogaba sus deseos en los vahos de la penúltima copa. En la era de los interneses las noticias corren que vuelan y lo que sucede en Nueva York en Londres o en Madrid se puede saber y ver al instante en la aldea más recóndita de Mali, Mauritania o Senegal. Se acabó el tiempo de espera para el que ya no tiene nada que esperar, se terminó el tiempo de la desesperanza y el hambre para que el que ya tiene conciencia de que el tiempo de la esperanza verdaderamente está a poco más de 2.000 kilómetros de su casa. Aunque en el viaje le vaya la vida, uno y otras, lo intentaran hasta conseguir las costas de la abundancia. Si el hombre blanco ha sido capaz durante años de ponerle emoción y riesgo a su vida, pagando un pastón, por viajar y tratar de abatir en la sabana a un rinoceronte, cómo no lo va hacer el hombre negro acostumbrado a la emoción fuerte de ver todos los días su película real de hambre y miseria en imágenes entre los fundidos del blanco al negro.

Aquel ciudadano, después de escuchar ese discurso, que le arruinaba su crucero de lujo, y ver como aquella chica se marchaba de vuelta a su camarote con otro tipo, se retiraba con una copa de más, mosqueado, y con el rabo entre las piernas, y para más inri antes de acostarse leía en la portada de un periódico atrasado que tenía sobre la mesilla: «Más de 500 inmigrantes llegan a nuestras costas en tan sólo tres días».

Después se echaba a la bartola, con la mar de mal que se estaba picando, y con los últimos estertores de su sueño a punto de finalizar su viaje, entre pesadillas, comenzaba a ver a través del ojo de buey de su camarote, cómo en la negra noche, cada vez más cerca se acercaba un cayuco con más de sesenta inmigrantes a bordo, en el que viajaban algunas mujeres y niños, que navegando sin jarcias al viento de popa, realizaban con humildad y en silencio la odisea de los Ulises de nuestro tiempo.

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