Un disco recupera la magia flamenca de Luis de la Pica

El Mundo, ANTONIO LUCAS, 30-05-2007

El genial cantaor de Jerez, inédito hasta ahora, era el último romántico del cante, admirado por Camarón Cuentan en los altares del flamenco de Jerez de la Frontera que Camarón de la Isla y Luis de la Pica se encontraban en el bar Arco de Santiago para pasar la tarde juntos sin decirse nada. Uno bebía leche con menta; el otro, tormentas de manzanilla. Y así se iban demorando en la amistad, así se iban admirando en el cante, sin cruzarse una palabra.


El flamenco gesta seres extraordinarios que pasan por la vida dejando una herencia cabal de la que sólo hay huella en la memoria, en el humo que impregna la misa honda de los viejos tabancos, en las noches de juerga donde el imperio del cante se desfleca, se desfonda, arde.


Luis de la Pica fue miembro de esa tribu mítica del cante en los patios hasta que murió, a los 48 años, en 1999. Sus conciertos eran una liturgia íntima donde se desenterraban las esencias jondas. El pecho del de la Pica era una cueva suntuaria, una caverna quebrada donde había huellas de Antonio Mairena, arañazos de Manolo Caracol. Tan sólo se conservan un par de cantes suyos en un álbum colectivo, Juncales de Jerez. De ahí que el periodista y crítico de flamenco de EL MUNDO, Alfredo Grimaldos, se haya lanzado al rescate necesario de este cantaor enigmático con un despliegue de libro, Luis de la Pica. El duende taciturno, y un disco esencial de sus cantes recuperados entre 1989 y 1999, ambos publicados por El Flamenco Vive.


«No ha sido fácil reunir todo este material. Las grabaciones salen de copias hechas aquí y allá que ha habido que trabajar mucho para que conserven la esencia del arte de Luis. Y se han convertido en un documento excepcional, en el primer disco completo de este artista», subraya Grimaldos.


La personalidad del De la Pica formaba parte de la leyenda: «Era un personaje de pocas palabras», recuerda el autor. «Un día era extravertido, expansivo, imparable, y al poco tiempo se refugiaba en su casa a pasar alguna de sus crisis. Pero era un cantaor fabuloso, un tipo genial. Le escuché primero en Madrid y después en su tierra, cuando fui a hacer un reportaje sobre la cuna del flamenco con el fotógrafo Antonio de Benito, en 1997. Entonces quedé impresionado con su forma sentir e interpretar el cante».


Sus raíces estaban en la tradición de Jerez: Tía Anica la Piriñaca, Tío José de Paula, Tío Borrico, Fernando Terremoto… Prefirió siempre las calles festeras del Barrio de Santiago antes que el magnesio de los focos. «Era un flamenco soñador, romántico, lírico», afirma Grimaldos.


Podía empalmar noches infinitas sin perder el compás. Era una extraña leyenda caminando lento por las calles de su ciudad, donde iba Curro Romero a buscarlo, a escuchar algunos de sus cantes con pellizco, a dejarse salpicar por el misterio de Luis de la Pica si esa madrugada se arrancaba con una soleá, si se vaciaba con un cuplé por bulerías. «Ése era su palo», explica Alfredo Grimaldos. «Nadie lo ha interpretado como él».


Y aquel día el Faraón de Camas soltaba un dominó de billetes que Luis de la Pica iba fundiendo entre los suyos, pagando en los bares rondas de una semana hasta que volvía a casa con el jaleo sordo de su melancolía, regresaba a sus desamparos, a su larga soledad llena de gente.


Rafael de Paula, gitano mágico, era otro de sus fieles. De hecho, el grito de guerra en las madrugadas sin fin era: «¡Viva Paula y Terremoto!». Y dice el torero en el libro que acompaña la voz de Luis de la Pica: «Era un bohemio natural, muy barroco: su forma peculiar de vestir, de estar… Tenía una conjunción de tragedia y dulzura, la riqueza del mejor cante gitano».


Por las calles de Jerez hablan de Luis de la Pica como un filósofo del flamenco. Era, sencillamente, un tipo distinto. Grimaldos lo cuenta en El duende taciturno con las herramientas del documental cinematográfico, dando voz a los suyos, sin diagnóstico, dejando un retrato vivo de quien tomó la vida y el flamenco por derecho, abriendo cauces nuevos. Su voz era una fantasía adobada de fino y de tabaco, un duende que le colgaba en la garganta. Luis de la Pica pidió palmas y bulerías para su muerte. Y en Jerez, por no defraudarle, lo cumplieron.

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