Refugiadas en la isla-cárcel de Lesbos: "Aquí he sufrido niveles de violencia superiores a los de Afganistán"

Siete jóvenes afganas abren las puertas de su casa en Mitilene para relatar de primera mano cómo era vivir en el calcinado campo de Moria, las consecuencias de una tortura sistémica tras llegar a Europa y la falta de horizontes y expectativas tras más de un año atrapadas en la isla griega. "No sé si tiene sentido contarlo una y otra vez. Vemos que no cambia nada", dicen.

Público, JAIRO VARGAS, 17-09-2021

La puerta del segundo piso se abre y un rostro fugaz da la bienvenida en inglés mientras se apresura hacia la cocina para remover lo que, unas horas de intensa conversación después, será una salsa de tomate y berenjena fundidos en una larga y lenta cocción. La receta es afgana, como las siete chicas que recorren los pasillos del espacioso apartamento en el que viven desde marzo, en un barrio de Mitilene, en la isla griega de Lesbos. Aquí se ubicaba, hasta su incendio, el mayor campo de refugiados de Europa, el de Moria, donde ellas han soportado durante meses —algunas hasta dos años— condiciones de vida que pueden calificarse sin ambages de tortura. Es la bienvenida que da Grecia —que da Europa— a quienes huyen de la guerra, la persecución o el hambre.

El sol suave de la tarde se mete hasta la última esquina del salón y acaricia las sillas y los butacones dispuestos en corro sobre una alfombra que cubre media habitación. Todo está reluciente, incluso los pies que van y vienen descalzos por la casa. Sobre una mesita auxiliar, vasos de cristal y una jarra de agua que no dejará de llenarse y vaciarse. Las siete chicas, que no superan los 24 años, esperan una larga charla; la visita de periodistas a los que explicarán (una vez más), sin esperanzas de cambio, lo que significa ser solicitante de asilo en Moria y lo que significa esta isla-cárcel en la que sobreviven, aislados de los 86.000 residentes locales, más de 10.000 refugiados que, hasta el fuego, habitaban el inhumano campo del que ellas han podido salir gracias al colectivo Women in Solidarity House (WISH).

No es una ONG ni tiene forma legal, explica Inés, una activista española que coordina el quehacer de este colectivo de mujeres. Trabajan sobre el terreno para intentar que algunas de ellas adquieran independencia, tejan redes de apoyo y localicen necesidades concretas para las personas refugiadas, pero formando parte del colectivo, con voz y voto.

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Gracias a este proyecto, las refugiadas han podido dejar atrás lo urgente —las colas interminables, el hacinamiento, el hambre, las temperaturas extremas, las enfermedades, la violencia y el miedo, la suciedad y la costra inherentes a los campos de concentración— para reflexionar colectivamente sobre lo importante: sobre los derechos negados, la dignidad que les arrebata Europa, la juventud truncada que se escurre lenta y tediosa, irremediable, entre los barrotes de mar de esta isla que no consiguen dejar atrás. Cuando lo hagan, si lo logran, Lesbos ya habrá quedado para siempre grabado a fuego en sus cuerpos y, sobre todo, en su ánimo.

Ahora pueden contarlo liberadas de esa pátina de víctima desarrapada que imprime un campamento sucio y superpoblado, libres de ese barniz que los medios dejamos a menudo que enmascare a las personas, sus historias y sus relatos. “Puede que aquí nos veáis felices, riendo juntas en una casa bonita y limpia. Pero no hay que engañarse”, dice Zahra, que prefiere mantener su identidad y su cara ocultas. Lleva 14 meses en Lesbos y pasó casi un año en Moria. Ahora se expresa en un perfecto inglés y hace de traductora de farsi para que sus compañeras también puedan contarlo. “Aquí vivimos con miedo, escondidas. No podemos salir a pasear, a tomar un café o a hacer deporte como cualquier persona. Tenemos miedo de que nos pare la policía y nos obligue a ir al campo nuevo. Salimos para lo justo, para comprar y poco más”, resume.
Antes de que las llamas arrasaran Moria, estas siete jóvenes se encargaban de reunirse dentro con más mujeres para intentar paliar situaciones de emergencia con apoyo de las activistas de WISH. Pero ahora, en el nuevo campo, tienen por el momento las manos atadas. Por suerte, dicen, ellas han logrado evitar este destino, aunque no así algunos familiares y conocidos, empujados al nuevo campo por la fuerza de la policía o por la amenaza de una solicitud de asilo denegada que lanzó inicialmente el Gobierno heleno.

Z. N., que también prefiere no identificarse, habla además de otro peligro, el odio. “Ha ido aumentando, después de tanto tiempo. Hay grupos de extrema derecha y vecinos de la isla que no nos quieren aquí. Vivimos con miedo constante a sus ataques, ha habido muchos, y también sospechamos que tienen que ver algo en el incendio. La policía no hace nada contra ellos”, sostiene. Y va más lejos. “Puede que el incendio de Moria lo iniciaran refugiados, pero yo estaba allí esa noche con mi familia. Ha habido muchos fuegos en el campo, pero ninguno como ese. Ardió por varios sitios a la vez y los bomberos y la policía no hicieron prácticamente nada. Dejaron que se quemase todo”, afirma.

Del infierno, al limbo
“Fueran refugiados o fascistas, el campo ardió porque la situación ahí era muy difícil y se volvió peor” con las medidas impuestas para evitar contagios de Covid-19 y el cierre total tras los primeros casos dentro, dice Parisa, de 20 años y 14 meses en Lesbos. Ella cree que el fuego fue un símbolo. “La gente se sacrificó a sí misma poniendo en riesgo su vida porque pensaba que habría una liberación, que los que vinieran después ya no tendrían que pasar por el infierno de Moria”, esgrime.

“Pero el proceso ha sido del infierno, al limbo”, apostilla Z. N., porque no se sabe cómo será el nuevo campo que lleva ya varias semanas funcionando. Cuando se realizaron estas entrevistas, nadie podía salir de él, era una cárcel que, con el paso de los días, ha ido ensanchando sus rejas, aunque con pocas diferencias al anterior salvo por las grandes carpas de las Naciones Unidas a compartir por decenas de personas “donde la gente tiene miedo de ir al baño porque los demás le pueden robar lo poco que tienen”, describe Z. N. Imposible no recordar las escenas que Primo Levy dejó escritas en Si esto es un hombre tras su paso por Auschwitz. Mientras, los procesos de asilo siguen detenidos, más si cabe ahora, mientras la UE debate una política migratoria común de acogida a la carta y expulsiones “voluntarias” masivas que Grecia lleva meses ensayando. Apenas hay ahora traslados al continente griego, aunque el virus también ha puesto freno a las llegadas de más personas desde la costa turca.
“En febrero, en Moria no podías ir al médico, no podías ir a comprar, no podías ni siquiera retirar el dinero que te da el Ministerio (90 euros al mes, ahora 75). Parecía que, simplemente, te estaban manteniendo viva. Te daban agua y algo de comida para que no te murieras”, describe la joven. 12.000 personas desesperadas en un espacio para poco más de 3.000. Así desde 2015. Europa.

Familias rotas, autolesiones, prostitución infantil
Las medidas de prevención de la covid-19, “totalmente injustas”, solo se aplicaban en el campo, no en la isla, matiza Mario López, psicólogo y coordinador del equipo de salud mental de Médicos Sin Fronteras, que atendía a la población de Moria hasta el incendio. Según él, la presión en el campo aumentó y se notó mucho en sus clínicas. “De febrero a marzo teníamos una media de 25 referencias a nuestros servicios de salud mental al mes. En junio [cuando comienzan las restricciones de movilidad] empiezan a aumentar y llegamos a agosto con 85 al mes. Padres desbordados, desquiciados, que no pueden, no saben cómo gestionar la situación con sus hijos dentro del campo, la incertidumbre”, describe.

Saleha, otra de las refugiadas de la casa de Mitilene, en Lesbos, prefiere no mostrar su rostro.- JAIRO VARGAS
Saleha, otra de las refugiadas de la casa de Mitilene, en Lesbos, prefiere no mostrar su rostro.- JAIRO VARGAS.
Ataques de pánico, niños con comportamientos autolesivos, trastornos de conversión que se manifiestan con parálisis, cegueras parciales, movimientos incontrolados de extremidades “y mucha agresividad”, apostilla. También aumentaron las referencias por violencia sexual. “A principios de julio hubo los mismos casos en una semana que en todo el mes anterior. Era una situación insostenible”, sentencia López.

“Como mujer refugiada, lo más difícil ha sido entender qué es Europa realmente. Para mí era un lugar que me iba a permitir ser una mujer libre, donde había derechos paras las mujeres, en comparación con mi país, pero he visto situaciones y he vivido cosas que nunca habría tenido que vivir en Afganistán. Salí huyendo de la violencia y he encontrado niveles de violencia superiores”. Atefe solo tiene 17 años, pero ha madurado a la fuerza tras dos años atrapada en esta isla. Es menor, pero eso parece importar poco.
“Hay muchísima violencia aquí”, insiste Zahra, que también pasó varios años con su familia refugiada en Irán, cuando huyeron de la interminable guerra afgana. “Tengo 23 años, he visto muchas cosas y, perdón por lo que voy a decir, pero aquí es mucho peor que en mi país”, confiesa. “No puedo tener residencia, no puedo trabajar, ni siquiera sé qué va a pasar conmigo mañana. Me siento muy débil y vacía, agotada. No hay nadie que se preocupe por nosotros y los gobiernos europeos solo dicen que lo sienten, pero no cambian nada”, lamenta. Aunque hablan menos, en frente de ella asienten Farizeh, de 18 años, el último de ellos en Moria; y Habibeh, de 24 y dos de ellos atrapada en Lesbos.

“Es muy duro ver a mujeres y a chicos jóvenes vender su cuerpo por 15 o 20 euros. Son gente que decidió venir aquí para estar a salvo. Pero no lo están, se están prostituyendo porque no encuentran otra forma de sobrevivir”, continúa Zahra. Parisa, tras un largo silencio y un llanto contenido solo inicialmente, incide sobre la idea. “Había padres y madres en Moria que, como no tenían ningún tipo de ingreso, prostituían a las criaturas para poder comer. A niños. Ver eso me ha roto el corazón”.
Todas hablan de las familias separadas por la burocracia y la huella física o psicológica que deja eso. Varias de ellas llegaron con sus padres, madres, hermanos y hermanas, pero los procesos de asilo son individuales cuando los hijos son mayores de edad. “Mi madre y mis hermanas menores ya obtuvieron la protección internacional y los enviaron a Atenas, pero yo aún estoy esperando mi entrevista con la Oficina de Asilo. Te quitan tu apoyo más importante, a la familia”, describe Z. N. Aunque aún es peor en el caso de los varones. “Se les deniega el asilo sistemáticamente y, a la segunda denegación, se les expulsa a Turquía. Imagina a una madre que tiene que irse a Atenas dejando aquí a su hijo pendiente de ser expulsado a Turquía. La brutalidad de tomar esa decisión es terrible, es una tortura para ellas”, añade.

También hay parejas separadas porque no tienen pruebas documentales de su matrimonio, personas con problemas de salud mental, adquiridos tras meses de vida precaria, a las que se les arranca de sus familias, mujeres maltratadas que no logran separar sus solicitudes de asilo de las de su maltratador, falta de abogados que guíen y orienten en estos procesos, que recurran las denegaciones en tiempo y forma.

“Son pruebas de que el sistema de asilo no funciona bien, de que las leyes no son adecuadas. Y todo eso genera una presión muy difícil de soportar, sobre todo para las mujeres, que deriva en problemas de ansiedad y depresión. Nuestra cultura es así, ellos son los guardianes y la casa es una prisión para nosotras. Somos las que tenemos que cuidar, los hombres dan las órdenes y la mujer debe encargarse de cuidar. Es igual en este campamento de mierda, las mujeres cargan con todo el peso multiplicado”, critica Zahra.

Riesgo de suicidios
Por eso, dice Parisa, son tan comunes las autolesiones. Lo cuenta con la voz entrecortada mientras muestra en su móvil la imagen de un antebrazo lleno de cortes. “Es una que ha recibido una segunda denegación de su petición de asilo. La situación aquí es de tanto estrés, presión y violencia que la automutilación es la única manera de despejar la mente”, explica.

Aunque parezca una locura, López, el psicólogo de MSF, considera que estos comportamientos son sanos, aunque hay que entenderlos dentro de la brutal lógica de Moria. “Es sano que el cuerpo se rebele ante esa situación. Aquí lo que está enfermo no es la persona, sino el entorno. Moria era inhumano”, apuntala. “Hacerse daño es una llamada de atención. Lo peor son las ideaciones suicidas. En los cuatro meses que llevo aquí he visto cuatro intentos de suicidio. Dos con trágico final. Todos eran adolescentes. Es una cifra importante y son solo los casos que yo conozco, en una población de unos pocos miles”, advierte.

El asilo, un “regalo vacío”
El proceso es largo y lento, incierto, duro y desesperante, describen las siete afganas, pero el resultado, cuando es positivo, cuando Grecia decide otorgar algún tipo de protección internacional, no es la panacea. Atefe es la única de la casa que tiene permiso de residencia gracias a la concesión del asilo. Tras meses en Atenas, a donde fue derivada, decidió volver a Mitilene, donde al menos tenía algunos apoyos.

“Después de tanto tiempo esperando te lo dan como un regalo, pero está vacío. Te dicen toma, ya te puedes ir, organízate. La realidad es que al mes siguiente dejas de recibir la pequeña asignación mensual, no tienes ningún tipo de acompañamiento, no conoces el idioma porque nadie te ha permitido dar clases y acabas sin ningún lugar en el que vivir”, describe esta joven.
Atefe tiene su tarjeta de registro, su número de la Seguridad Social y su identificador fiscal, pero no ha sido capaz de encontrar un empleo, ni en Atenas ni en Mitilene. Eso significa que tampoco ha podido encontrar una casa que alquilar e independizarse. “Siempre preguntan lo mismo. Si no tienes una casa nadie te da trabajo y, sin trabajo, nadie quiere alquilarte una casa, aunque yo tenga dinero para pagar”, expone desesperada.

A esto hay añadir la dificultad de que alguien, en Lesbos o en el continente, esté dispuesto a alquilar una casa a refugiados. “Nadie quiere. Ya no es tanto el racismo individual, sino la presión social”, afirma Inés, la activista española. “Incluso los europeos tenemos dificultades por estar vinculados a organizaciones de apoyo a estas personas. Hasta en 18 ocasiones me dijeron que ya habían alquilado los pisos que había ido a ver, pero si llamaba otra persona, seguían libres”, describe. “Resulta más fácil alquilar la casa a un griego para no tener a los vecinos quejándose por ver a refugiados en el edificio”, sostiene.

“Podría explicar una y otra vez todo lo que ha pasado aquí, todo lo que significa ser refugiada, pero llega un momento en que sientes que es inútil. No cambia nada”, concluye Parisa.

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