Reencuentro en el muelle de Arguineguín

Un marroquí viaja desde Italia en busca de su hermano, que ha llegado a Canarias en patera desde Dajla

El País, MARIA MARTIN, 25-11-2020

Noche cerrada antes de ayer en Barranco Seco, el paraje recóndito donde se ha instalado el nuevo campamento para inmigrantes que llegan a Gran Canaria. Casi no hay estrellas y no se intuye ni el perfil de las cuatro palmeras desplumadas que salpican el paisaje. Sí se oye el ladrido de unos perros de presa a los que un grupo de hombres entrena con brazos acolchados en una explanada de tierra. Pero el resto es silencio y oscuridad.

Por el borde de la carretera, con el andar torcido y cansado por el peso de una bolsa de viaje llena de ropa, aparece de repente Abdellah, un marroquí de 25 años, que busca un taxi en mitad de la nada. Vuelve andando del campamento donde intentaba localizar a Ahmed, el nombre ficticio que ha elegido para referirse a su hermano mayor. No está. El hermano, de 38 años, llegó el pasado día 17 en una patera y la familia no tiene noticias de él desde entonces. Aquel día llamó, dijo que estaba bien y el móvil se quedó sin batería. Seis días de apagón y una madre sin dormir y sin apenas comer.

Abdellah ya está impaciente, no entiende por qué es tan difícil encontrarle. Ha volado desde Bérgamo, al norte de Italia, ese mismo lunes y lleva toda la tarde dando tumbos por la isla. Solo le queda probar suerte en el muelle de Arguineguín, a 45 kilómetros de allí, donde aún se hacinan casi 700 personas. No es el único; estos días la isla es un ir y venir de parientes en busca de alguien bajo una carpa, cruzando los dedos para que no se lo haya tragado el mar. En lo que va de año, casi 19.000 personas han llegado a Canarias y más de 500 han muerto intentándolo.

Varios inmigrantes aguardan en el muelle de Arguineguín (Gran Canaria).
Varios inmigrantes aguardan en el muelle de Arguineguín (Gran Canaria).ELVIRA URQUIJO A. / EFE
El joven tiene vergüenza de aceptar el viaje, quiere pagar antes la gasolina, pero finalmente sube al coche. Habla en italiano y relata la historia de su familia, marcada por la patera a la que su padre subió un día de noviembre de hace 25 años, cuando él era apenas un bebé de 40 días. Aquella travesía de Tánger a Algeciras duró apenas unas horas, pero el padre tardaría casi 15 años en regularizarse en Italia y lograr reagrupar a su mujer y sus tres hijos más pequeños en un pueblo cercano a Milán. “Fue bastante dura su ausencia. Me crié sin él hasta mi adolescencia”, recuerda Abdellah. El primogénito, Ahmed, entonces ya era mayor de edad y se quedó en Oued Zem, una ciudad a dos horas en coche al sureste de Casablanca.

El muelle de Arguineguín parece tranquilo. Un par de reporteras de televisión preparan sus directos para el informativo de las 21.00, mientras aguardan la llegada del barco de Salvamento Marítimo que está al caer después de un nuevo rescate. Abdellah se acerca a un policía, da el nombre de su hermano y entrega su pasaporte. Repite varias veces cómo debe estar sufriendo sin haberse lavado en por lo menos 10 días. “Él, que se duchaba por lo menos dos veces al día”, bromea. El policía es amable. Cree que puede estar bajo alguna de esas carpas, pero hay demasiada gente y tarda en localizarlo.

Treinta minutos y dos cigarros y Abdellah ya consigue verlo a lo lejos. Es una figura diminuta con mascarilla, podría ser cualquiera, pero tiene claro que es él. “Bueno, amigos, está aquí”, comunica el policía al mando. Los dos hermanos se dan un abrazo largo y delicado y se besan las mejillas. Llevaban sin verse desde que la familia viajó por última vez a Marruecos, hace ya dos años. Les dejan marcharse. “Vamos a buscar un hotel, debe de estar loco por descansar, comer y darse un baño”, pide Abdellah. No será tan rápido como les gustaría.

Los precios de los hoteles en Gran Canaria están por los suelos y es fácil encontrar en Internet una habitación doble por solo 40 euros en un complejo con piscina. Pero exigen un test negativo de coronavirus. El hermano pequeño lo tiene, era necesario para viajar; pero el mayor, aunque se lo hicieron, no tiene prueba de ello. Parece misión imposible que alguien localice su resultado entre los expedientes de 700 personas, pero algunos astros se han alineado esta noche. Una trabajadora de Cruz Roja lo hace y se lo imprime. Con una sonrisa.

Ahmed está exhausto y aún tiene la mirada perdida. Lleva casi una semana comiendo un bocadillo y un pequeño brick de zumo para desayunar, comer y cenar. Dormía en el suelo, valiéndose de una almohada que improvisó con una botella de litro y medio de agua envuelta en una toalla. Esta noche se acuesta tarde llamando a su madre, a su hermana, a su padre, a su hermano, a la familia que le queda en Marruecos. Todos esperaban ansiosos sus noticias. Celebran y dan las gracias a Dios. “Aún no me lo creo”, afirma.

Su viaje duró cuatro días. Pensó que iba a morir. Le habían dicho que el pasaje sería para 40 personas, pero cuando estaban en la playa aparecieron más de 50. Cuenta que pasaron una zona donde se cruzan fortísimas corrientes y se vieron atrapados en medio de una especie de remolino. La barca no avanzaba. “Después de tantos días en el mar, la gente pierde la cabeza. Un hombre creyó ver pájaros y se lanzó al agua pensando que estábamos ya en tierra. Tuvimos que rescatarlo y atarle las manos para que parase”, recuerda. “Quiero que escribas que le doy las gracias a Salvamento Marítimo por habernos rescatado”, pide.

El padre nunca estuvo de acuerdo en que su primogénito repitiese sus pasos, pero Ahmed ya no veía alternativa. Ex-jugador del equipo de fútbol de su ciudad, no conseguía lograr su sueño de entrenar a niños, y el mercado donde vendía ropa de segunda mano cerró con la llegada de la pandemia. “Intenté conseguir un visado y encontrar trabajo en Europa, pero es imposible y en Marruecos no hay nada. Si no fuese por el dinero que me enviaba mi familia no podría comer”, asegura.

Su hermano pequeño, que trabaja en la construcción en Milán, le prestó los 3.000 euros que tuvo que gastar para llegar y alojarse en Dajla, en el Sáhara Occidental, y pagar su plaza en la patera. Aquellos tres días de travesía que tardaron en recorrer 470 kilómetros de océano, en la casa familiar no se apagó la luz. “No dormimos hasta saber que estaba vivo”, asegura Abdellah. La madre, por fin, respira, y ya tiene la habitación y la cama lista para recibir a su hijo. La emoción aún está contenida a la espera de que regresen a casa. Entonces, celebrarán que vuelven a ser una familia completa después de 25 años.

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