Refugiados en la Murcia del 37: la humanidad entre escombros y la solidaridad antifascista de una inglesa

Francesca Wilson, maestra y activista británica de la Sociedad de Amigos, ayudó durante meses a miles de refugiados, muchos de ellos procedían de la 'Desbandá': "Encontré una situación terrible en Murcia: 4.000 refugiados en un edificio. Niños sucios que mueren diariamente".Transformó un edificio de la calle Puerta Nueva en un hospital infantil. Wilson no sintió ninguna pena por los propietarios de aquel edificio y le parecía "ridículo" que en un lugar como aquel "vivan pocas personas cuando se podría alojar a 30 niños".

El Diario, Silvia Cabrera, 24-03-2019

“El viaje pasó como un sueño. Campos de arroz, lagos con barcos de velas curvadas, árboles con limones y naranjas, pueblos blancos de pescadores, jardines donde cáñamos y pimientos crecían, y montañas repletas de olivos y viñas…Luego el sueño acabó y nos adentramos en una pesadilla. Estábamos a las afueras de Murcia, en un vasto e inacabado edificio de apartamentos, nueve pisos de altura, abriéndonos paso a través de multitud de harapientos; de refugiados de ojos salvajes”.

Así describió la maestra británica Francesca Wilson (Newcastle, 1888 – Londres, 1981) el viaje que hizo en marzo de 1937 desde Valencia y su llegada a un inmueble destartalado bautizado como el refugio ‘Pablo Iglesias’, hoy en día conocido como el de “Los nueve pisos”. La ciudad, que aún se mantenía entre los territorios afines al Gobierno de la Segunda República, acogía cada día a cientos de personas que huían del horror de la guerra procedentes de diversos puntos del país como Cádiz, Sevilla, Córdoba o Madrid, pero especialmente de Málaga, caída poco antes a manos del ejército sublevado y sus aliados italianos. Muchos de esos evacuados eran supervivientes de la ‘Desbandá’, un cruento ataque de las tropas franquistas por mar y aire en la carretera que unía Málaga y Almería que acabó con la vida de más de 3.000 personas.

Wilson estaba en España en calidad de miembro de la Sociedad de Amigos, una hermandad cuáquera que prestaba su apoyo a los refugiados en países en guerra. La inglesa ya había estado en zonas de conflicto durante la Primera Guerra Mundial con la misma misión, pero lo que vio en Murcia fue para ella algo insólito, y así lo dejó escrito en su libro In the Margins of Chaos, publicado en 1944. Extractos de ese documento, junto con testimonios, fotografías e informaciones de otras fuentes, fueron recogidos más de 60 años después en una tesis doctoral elaborada por la profesora de la Universidad de Birmingham (Reino Unido) Siân Lliwen Roberts.

De la Murcia del 37, Wilson escribió mucho. Dijo que era “una ciudad triste” que le “atrajo como un imán”, sobre todo por el gran número de evacuados que acogía y las condiciones en las que estos sobrevivían. Así relató sus primeras impresiones en una carta dirigida a Helen Grant, de la Sociedad de Amigos: “Encontré una situación terrible en Murcia: 4.000 refugiados en un edificio. Niños sucios que mueren diariamente (o eso dicen) y un solo plato de comida al día. Hay seis refugios en Murcia pero en cada uno de los otros ¡hay solo 1.000 personas! Es incomparable con cualquier cosa que vimos antes”. Los lugares que ofrecían asilo a los evacuados en el municipio durante la contienda eran, además del que daba nombre al fundador del PSOE y el sindicato UGT, los refugios ‘Lenin’; ‘Largo Caballero’; ‘Durruti’; ‘Carlos Marx’ y ‘Ascaso’.

El refugio ‘Pablo Iglesias’ representaba todo lo contrario a lo que había visto Wilson en sus visitas a otras regiones españolas. En Cataluña y Valencia había podido comprobar que, pese al conflicto, el sistema educativo impulsado por la Segunda República estaba dando sus frutos. En Barcelona fue testigo de lo que sus amigos intelectuales británicos le habían comentado antes de emprender su viaje: España estaba experimentando una época de renacimiento gracias a los cambios introducidos por el Gobierno en el ámbito de la cultura y la educación. De ello escribió: “Sus modernos institutos escuela me impresionaron. Visité uno en Barcelona donde había 600 niños y niñas. Todos eran coeducativos, combinando orden con informalidad. No había pupitres, solo pequeñas mesas, a veces separadas, a veces juntas, con un florero en la mitad. Había clases, pero muchos chicos y chicas trabajaban juntos en algunas tareas. 40 de ellos estaban fuera, en una excursión educativa de una semana en las montañas, donde cocinaban, confeccionaban mapas y recolectaban ejemplares para sus lecciones de ciencias”. En Valencia, más concretamente en El Perelló, un pueblo marítimo enclavado dentro de los límites del Parque Natural de La Albufera, la experiencia fue igual de gratificante: “Cuando llegué, los niños se estaban bañando en el mar. Pronto fueron recogidos en una sala amplia donde se sentaron alrededor de mesas para pintar, jugar, coser y cantar con entusiasmo. Después el educador convocó ‘El Parlamento de los niños’ y comenzaron a discutir sobre diversos problemas del hogar con absoluta inconsciencia”.

En Murcia –cuya población, según detalla Wilson en sus escritos, había aumentado en 100.000 personas desde el inicio de la guerra – se le presentó una situación muy diferente. En el ‘Pablo Iglesias’ los niños no estaban sentados a la mesa, discutiendo sobre pintura o música, sino hambrientos y compartiendo espacio con personas de todas las edades en habitaciones abiertas sin muebles, más allá de unos pocos colchones de paja, y sin puertas ni ventanas. “El ruido era terrible: bebés llorando, muchachos corriendo de piso en piso, gente enferma gimiendo y mujeres gritando. Surgieron a nuestro alrededor contando sus historias, aferrándose a nosotros como personas que se ahogan en un pantano”, escribió la inglesa. El panorama en el refugio era tan desolador que requería de actuaciones urgentes, de manera que Wilson no tardó en ponerse manos la obra. Su primera acción: instaurar un desayuno para niños y embarazas del refugio con alimentos como leche condensada, cacao y galletas.

Mientras que el primer día fue “un fracaso”, pues corrió el rumor de que quienes se registraran en el desayuno serían enviados a México, América del Norte o Rusia, el segundo ocurrió todo lo contrario. El número de inscripciones fue tan elevado que, incluso, la situación se volvió peligrosa: “Le pedí al Comité Local de Refugiados que me enviara Caribineros (sic) porque los niños podían morir aplastados, pero solo sonrieron con desprecio”. Eso sí, el Comité aceptó la propuesta de Wilson de enviar al refugio 400 tazas de aluminio, mesas y bancos. Dos meses después, Wilson, instalada en una vivienda en el Plano de San Francisco, había ampliado su proyecto con una segunda comida a base de carne de buey, pan, bacalao y patatas. La Sociedad de Amigos también comenzó a distribuir leche condensada para los menores de 11 años de otros refugios y azúcar para quienes “tenían certificados médicos”. La operación de auxilio estaba en marcha.

Mientras, periódicos de la época como Confederación, Nuestra lucha y El Liberal, de corte republicano, incluyen entre sus páginas secciones específicas para que los evacuados puedan publicar mensajes que les ayuden a dar con sus familiares. Una noticia de febrero de 1937 recoge el llamamiento que hizo el Comité de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo a todas las murcianas "para que entreguen ropa para los evacuados que llegan de Málaga en estado verdaderamente lastimoso”, y otra de marzo de ese mismo año hace referencia a la orden por la que el Consejo de Asistencia Social “ha ordenado aumentar, con destino al sostenimiento de los refugiados en esta [ciudad], el importe de todos los servicios en bares, cafés, hoteles y restorans (sic)”.

También se hacen eco los diarios de las personas que están contribuyendo a la causa, especificando su nombre (desde particulares como agentes de policía, el teniente Serrano y otros, a entidades y organizaciones como el Ateneo de Divulgación Social de Quitapellejos o los “compañeros de la línea de automóvil de Lorca a Murcia”) y lo que aportan. E incluso reproducen misivas de lectores murcianos en apoyo a los evacuados.

La situación de los evacuados, en especial la de los más pequeños, fue una constante preocupación para la británica. Veía a los niños enfermos “tendidos sobre trapos sucios” en el suelo de los refugios y, una vez más, decidió intervenir. Solicitó a las autoridades locales un espacio para transformarlo en hospital infantil, y estas le asignaron una villa moderna en la calle Puerta Nueva, cerca de la Universidad. La inglesa no sintió ninguna pena por los propietarios de aquel edificio porque tenían otro hogar y, además, le parecía “ridículo” que en un lugar como aquel “vivan unas pocas personas cuando se podría alojar a 30 niños”.

“La primera mañana fue muy divertida. Fuimos a los refugios con un enorme autobús de un hotel y recogimos a todos los pequeños enfermos. Llegamos (al recién inaugurado hospital) no solo con bebés, sino también con sus madres. Los primeros ocho días aquello parecía un hogar de maternidad”. Poco a poco, la Sociedad de Amigos fue reclutando más recursos humanos y sanitarios hasta alcanzar las 50 camas. 

Wilson tenía claro que, además de proporcionar alimentos y asistencia sanitaria a los evacuados, era necesario poner en marcha un plan para mantenerlos ocupados. La fuerte creencia de que, pese a vivir en un contexto dramático era necesario mantener la moral, junto con el sentimiento de respeto hacia quienes habían perdido sus casas, sus tierras, e incluso a algunos de sus familiares, fue lo que movió a la británica a impulsar, en colaboración con el Comité de Ayuda, talleres ocupacionales para las evacuadas. El primero de ellos se instauró en el refugio ‘Ascaso’, en la plaza de San Juan, con ayuda del alcalde, Fernando Piñuela. Unos meses después, un total de 104 niñas y mujeres estaban inscritas en el taller de costura, y al poco la experiencia se trasladó a otras ciudades cercanas como Crevillente, Orihuela, Lorca y Alicante. La profesora Roberts reflexionó en su tesis sobre la importancia de la labor pedagógica en situaciones extremas: “El éxito de Wilson confirmó su idea de que el alivio más efectivo es el que da poder a los refugiados al proporcionarles la oportunidad de hacer una contribución activa a su propio bienestar en lugar de confiar pasivamente en la caridad de otros”.

Las mujeres trabajaban con sus manos, a golpe de puntada, haciendo artículos de lo más variopinto. Desde manteles bordados hasta muñecas con trajes tradicionales españoles que luego se vendían en Gran Bretaña y Estados Unidos gracias a la red transnacional de auxilio establecida por los cuáqueros británicos. Pero los talleres no eran solo para trabajar. Allí, entre agujas, dedales y recortes de tela se organizaban de vez en cuando fiestas y bailes. Wilson también escribió sobre esas veladas: “Todas estaban muy emocionadas y se veían muy bonitas. Muchas de las chicas llevaban vestidos que se habían hecho. Cantaron y bailaron, y para terminar tomaron una taza de chocolate y un bollo hecho con harina y azúcar de la Sociedad de Amigos”. Y, ante la preocupación de sus colegas ingleses por la asistencia masiva a aquellos eventos medio improvisados, su amiga Leonor respondió en una ocasión: “Esta gente española con su espontaneidad carece de autoconsciencia, y los espíritus salvajes hacen que cualquier fiesta vaya bien”.

Entre las cuáqueras creció la preocupación por el peligro que sufrían las refugiadas jóvenes que se veían abocadas a la prostitución. Sin caer en condenas morales, Wilson extendió los talleres a clubes nocturnos durante los fines de semana, lo que permitía a las chicas aprender a leer y escribir con material proporcionado por las autoridades locales. También creó una colonia agrícola para niños en un molino de harina en desuso a las afueras de Crevillente, a 50 kilómetros de Murcia, con la ayuda de Gerardo Ascher, un ingeniero judío alemán que compartía con la inglesa el afán por el auxilio social. En aquel lugar, los pequeños “criaban cabras para la leche, pollos para proporcionar huevos, conejos para la carne” y cultivaban patatas, rábanos, lechugas y espinacas. Incluso tenían un pequeño taller de carpintería.

Wilson prosiguió con su misión durante meses hasta que abandonó definitivamente la ciudad en mayo de 1939 para trasladarse a Francia, tierra a la que cada día llegaban miles de refugiados republicanos. A finales de abril de aquel año, más de 500.000 personas habían cruzado la frontera, un tercio de ellas ancianos, mujeres y niños. “Pobre gente que no tiene ningún refugio”, escribieron los cuáqueros. En el país galo, Wilson, que según el testimonio de una de sus colegas recogido en el libro British Women and the Spanish Civil War, de Angela Jackson, era “alta, delgada y muy inglesa” y solía vestir con ligeros vestidos de algodón que contrastaban con el negro universal de las mujeres españolas, continuó con su trabajo de forma incansable desoyendo los consejos de sus colegas, que le pedían que no pusiera tanta pasión en sus actividades ante la posibilidad de fracasar o no poder continuar. Su respuesta siempre fue muy clara: “En el trabajo de socorro la prudencia no es suficiente. Cuando las necesidades son grandes, hay que asumir riesgos”.

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