Lo que puede hacer una familia por los refugiados y viceversa

Said Belal llegó a Barcelona en enero y fue acogido en un hogar. Ahora, vive en un piso con otros tres refugiados y piensa retomar la universidad

El País, ALBA TOBELLA MAYANS, 18-07-2018

La noche anterior, el miedo se los comía a todos. Said, que había abandonado su casa en el norte de Siria por la guerra y pasado seis años dando tumbos por Europa, estaba asustado por llegar a una familia cristiana. Miedo del rechazo y también de no comportarse como es debido. Carmen y Miriam, cada una madre de cuatro, se retorcían a preguntas. Sabían que habían hecho lo correcto, pero no podían dejar de oír en sus cabezas los discursos racistas. Los discursos del miedo.

“Llegué a pensar que ibas a ser un terrorista”, le dijo a Said después, cuando todos habían aprendido a reírse de sí mismos por la facilidad con la que cayeron en los estereotipos más básicos. Cuando le pones cara, el fantasma desaparece.

Said Belal tiene 24 años y se fue de Siria cuando no llevaba ni uno de carrera, Ingeniería Agroindustrial. Su inglés, prácticamente impoluto, lo aprendió en un campo de refugiados en Grecia, donde quedó atrapado con su hermano menor. El mayor había tenido suerte al irse un par de meses antes y consiguió un piso en Alemania. A los dos más jóvenes los paró la policía cuando quisieron seguirlo. Y les acabó tocando, por las cuotas de la Unión Europea, tramitar su solicitud de asilo en España. Llegaron a Murcia, pero querían vivir con su hermano en Hamburgo, y se fueron.

Carmen Arnau y su esposo, Pablo Serra, llevaban tiempo pensando que había que hacer algo. Como a muchos, la imagen de Aylan, un niño de tres años muerto en una playa de Turquía mientras su familia trataba de llegar a Europa en 2015, les dejó impactados. Pensaron que era inmoral seguir viviendo como si nada. Contactaron con varias organizaciones religiosas que atienden a refugiados y a principios de este año recibieron un correo de Migra Studium que pedía familias de acogida para evitar que 22 recién llegados terminaran durmiendo en la calle. El tema era recurrente a la hora de cenar y sus hijos, adolescentes y universitarios, estaban sensibilizados. “Cuando les preguntamos qué pensaban nos dijeron que éramos unos hipócritas por pensárnoslo tanto. Que con los valores que les habíamos enseñado no teníamos otra opción que decir que sí”, cuenta Carmen.
Al poco tiempo de llegar a Alemania, en un control rutinario de la policía, Said fue deportado a España. Y, puesto a estar lejos de todos sus hermanos, tenía claro que solo quería llegar a una ciudad: Barcelona. “Recuerdo las imágenes de una manifestación para que las autoridades permitieran la llegada de más refugiados. Barcelona fue la única ciudad que salió a la calle con este reclamo y esto te da una imagen muy clara de cómo es la sociedad aquí”, argumenta emocionado. Además, en Grecia hizo algunos amigos catalanes, voluntarios del campamento.

Llegó el 24 de enero y el día de San José conoció a sus familias de acogida, que se turnaban a Said una semana en cada casa. “Me impresionó muchísimo ver que su vida cabía en una maleta (con muchos libros) que simplemente cogimos y la pusimos en el coche”, cuenta Miriam Pich-Aguilera. “Desde el momento en que le dimos la mano, todos los miedos desaparecieron”, continúa, “y me sorprendía muchísimo ver cómo hablaba con mis hijos y estaban todos contentos allí, bajo el dintel de la puerta de casa”.

Llegó la Semana Santa y Saíd, fue incorporando como por inercia los oficios católicos. Y la fe, lo que más pensaban que los iba a separar, los acabó uniendo. “Seguimos una misma luz, pero por distintos caminos”, concluye después de todo este tiempo. Carmen también está convencida de esto. “Nosotros tenemos claro que si hubiéramos nacido en Siria seríamos musulmanes”, zanja.

Ahora Said dedica su tiempo a estudiar español, jugar a fútbol y a dar charlas en colegios o empresas para concienciar sobre la situación en las fronteras europeas, como hizo el miércoles en las escuela de negocios ESADE, en Barcelona. Pero todo esto es un mientras tanto, porque en agosto su estatus migratorio le permitirá al fin empezar a trabajar y aspira a compaginar un empleo con los estudios, porque quiere volver a la universidad.
La acogida duró menos de tres meses, el tiempo que necesitaba el Ayuntamiento de Barcelona para resolver su vivienda. Ahora, vive con dos chicos sudaneses y un afgano en un barrio más humilde, pero es independiente. “Se lo ve mucho más feliz ahora que tiene su propia casa”, dice Pedro, “por fin empieza a controlar su situación y ya ha empezado a hablar de no volver a su país”.

Quien todavía se encuentra en el proceso es su hermano, que después de unos meses en Alemania, también acabó aterrizando en Barcelona. Las primeras noches las pasó en casa de Carmen y Pedro, pero la familia no podía seguir creciendo y, de hecho, la misma ONG que gestiona la acogida, no permitió que se extendiera su estancia. Consiguió un hogar en Castelldefels, una localidad de la costa barcelonesa, con una familia alemana.

Es una integración con cuentagotas. Solo en España, hay más de 40.000 solicitudes pendientes de solución y en total, Europa se comprometió a recibir 160.000 refugiados, pero solo 30.000 tienen protección internacional, según datos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).

De vez en cuando, mientras Said hablaba con sus padres y hermanos pequeños, que viven a las afueras de Afrin —una ciudad kurda conquistada en marzo por Turquía después de varios meses de bombardeos—, ambas familias se saludaban con la mano y sonreían. Unos hablan kurdo y árabe, los otros catalán y español, pero durante el ramadán le dejaban servida en la mesa un plato especial, para que cuando se levantara en medio de la noche.

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