REPORTAJE

La ciudad de la desesperanza

1.200 inmigrantes subsaharianos se hacinan en la ciudad marroquí de Oujda, en el límite con Argelia, a la espera de una oportunidad para llegar a España

El País, JUANA VIÚDEZ, 08-05-2008

En los últimos cuatro años la ciudad marroquí de Oujda, a 15 kilómetros de la frontera con Argelia, se ha convertido en una zona de espera forzosa para 1.200 inmigrantes subsaharianos que luchan por entrar en España. Para ellos, estar en esta ciudad es símbolo de fracaso. La policía marroquí les deja muy cerca de allí cada vez que les detiene en pleno intento por llegar hasta Europa. Sin dinero, papeles, ni pertenencias, terminan por agruparse en campamentos en la periferia, donde muchos duermen al raso y malviven mendigando. Allí intentan rehacerse, tanto moral como económicamente, y emprender un nuevo viaje.

Kayadi, nacido hace 33 años en la pequeña República de Benín, fronteriza con Nigeria, lleva cuatro años regresando cíclicamente a esta ciudad. Un día de 1992, mientras veía en la televisión, se “enamoró” de Barcelona. “Estaba viendo los juegos olímpicos y me dije: ’Yo viviré allí”, cuenta en su refugio de los bosques de Oujda, de donde salieron los inmigrantes que naufragaron el pasado 28 de abril, tras pinchar, supuestamente, su lancha neumática una patrullera de la Marina marroquí. Perecieron al menos 29 personas. Apoyado en una tienda de campaña con armazón de ramas de eucalipto, Kayadi explica su andadura: “He estado muchas veces en Casablanca y en Tánger, pero la Policía me detiene y siempre me trae aquí”.

Kayadi regresó a Oujda hace un mes, junto a su amigo Isaac T., de 29 años y nacionalidad nigeriana. Según sus testimonios, ambos fueron detenidos en Casablanca y pasaron una semana en los calabozos. “Yo estaba más fuerte, pero no me dieron de comer en todo ese tiempo”, dice Isaac.

Las asociaciones de apoyo a los inmigrantes de esta zona de Marruecos calculan que existen unos 25 lugares en los que los inmigrantes subsaharianos se refugian y ocultan de la policía marroquí. Esas zonas, a las que llaman “tranquilos”, pueden ser estables o móviles. Las primeras, situadas en los bosques o los barrios periféricos de la ciudad, suelen tener tiendas de campaña en las que guardan sus pocas pertenencias y algunos utensilios de cocina.

Los tranquilos móviles implican un desplazamiento continuo por el riesgo de ser descubiertos o porque la gendarmería visita esos lugares a ciertas horas del día. Los alrededores de la Universidad entran dentro de esta categoría. Durante el día, unos 400 inmigrantes se agrupan en esta zona, en la que la Policía no puede entrar porque es un espacio dotado de autonomía. Cuando cae la noche se reparten entre los bosques o las mezquitas.

Los grupos suelen estar organizados por nacionalidades y tienen un líder, que toma las decisiones importantes para la comunidad y está en contacto directo con las organizaciones no gubernamentales que les ayudan. Una de ellas, la Asociación Beni Znassen, calcula que el 40% de los inmigrantes asentados son de Nigeria, seguidos de los de Camerún (20%), Malí (11%) y Senegal (9,2%). “La mayoría no tiene qué comer y cada vez les cuesta más trabajo conseguirlo, porque van en aumento”, asegura un cooperante.

En los bosques, sembrados de bolsas de plástico usadas, cada uno de los campamentos funciona como una pequeña aldea. Las tiendas de campaña no superan la media docena y están separadas unos dos kilómetros del asentamiento más próximo. Para llegar a ellas hay que caminar por zonas abruptas, atravesar arroyos secos en los que pastan ovejas, o vertederos con basura recién quemada.

Los inmigrantes pasan el día mendigando en el mercado. Sobre las 14.00, regresan con garrafas de agua y algunas monedas. Entonces aprovechan para lavar los cacharros de cocina, comidos de moscas desde la noche anterior, y almuerzan. Pasan la tarde visitando amigos y charlando.

En la última semana, el naufragio de una patera con 70 inmigrantes en la costa de Alhucemas y la muerte de una treintena de sus ocupantes es el único tema de conversación. La noticia no les quita las ganas de llegar a España. “Estamos cansados de rogar una oportunidad, cualquier cosa es mejor que esto”, dice Deborah Rose, una de las supervivientes.

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